domingo, 1 de septiembre de 2013

Cuestión de lengua, Enrique Pinti

Cambalache

Cuestión de lengua







    Mañana voy a un casting. No sé si mi look es el que buscan, pero tuve un approach con el stage manager, que es un tipo muy cool y me dijo que con mi background y mi dominio del tap es casi seguro que me toman al menos como cover o understudy. Voy a tratar de ir lo más shocking que me sea posible, me van a venir muy bien estos zapatos que compré en un outlet y que estaban en sale." Eso decía una joven actriz y bailarina a una amiga en un café en Buenos Aires. Sí, era Buenos Aires con un toquecito de Broadway, y podría traducirse como: "Mañana voy a una prueba, no sé si mi físico es el que buscan, pero tuve un acercamiento con el jefe de escenario y me dijo que con mi formación y mi dominio del zapateo americano es casi seguro que me toman como sustituta o reemplazante. Voy a tratar de ir lo más llamativa que me sea posible, me van a venir muy bien estos zapatos que compré en un comercio mayorista y que estaban de liquidación."
Hay que agregar la posibilidad de un coach, o sea un entrenador, y completar el estado físico óptimo con un personal trainer, que es la manera sofisticada para decir preparador personal, y no estará de más aclarar que uno quiere ser un winner y no un looser, en lugar de decir ganador o perdedor.
¿Qué pasó con nuestra lengua? Vaya uno a saber o, mejor dicho, uno lo sabe y mira para otro lado. En algunos ambientes, el artístico por ejemplo, se ha vuelto costumbre este tipo de mixtura entre un inglés básico y un castellano remoto. Y no es que el que esto firma sea un exaltado hipernacionalista ni mucho menos; por el contrario, siempre he pensado que cuantos más idiomas se dominan, mayores son las posibilidades de conocimiento y desarrollo cultural. Pero al César lo que es del César y al idioma madre lo que es del idioma madre. El español tiene una infinita gama de expresiones y mucha variedad de vocabulario que, con las diferentes características nacionales o regionales que se usan en los países hispanohablantes alcanza y sobra para definir y expresar todo tipo de pensamientos. Más allá del toque sofisticado que desde siempre se logra intercalando palabras en otra lengua, sería mucho más valioso y positivo que usáramos la enorme riqueza de nuestro idioma.
Allá por los años 40 y 50 el francés era el niño mimado de las clases altas, el italiano y el idish eran bastante oídos por las masivas inmigraciones del famoso crisol de razas que fue la Argentina en el siglo XX. Por la supuesta mayor expresividad en menos palabras que ofrecían las lenguas extranjeras, fue habitual decir elite en lugar de grupo selecto, y de allí derivó el adjetivo elitista; y de esnob, o sea sin nobleza auténtica, salió el verbo inexistente esnobear. Una colonia fresca sonaba más fresca si era fresh, y las clases medias que querían ser altas mezclaban los darling y los chéries sin olvidar los hello y los bye bye. Luego las épocas sucesivas de plata dulce trajeron los viajes al exterior de sectores de la población que no pasaban de la costa y las sierras autóctonas y, como máximo, alguna escapada a Río de Janeiro, y allí el todopoderoso inglés americano inundó con una mezcla de Miami y Nueva York el imaginario cultural de un medio pelo con muchas ansias de ingresar en primeros mundos. Y todo estaría muy bien sino se olvidara el idioma, un idioma que es la mezcla del alto contenido literario de nuestros grandes escritores y poetas (y cuando digo nuestros incluyo a toda la literatura hispanoamericana) con el lunfardo tan expresivo y tan auténtico y, por qué no, el lenguaje popular repleto de supuestas malas palabras que muchas veces expresan mejor que nada nuestros estados de bronca, decepción y alegría. Olvidarnos de nuestra lengua es olvidarnos de gran parte de lo que realmente somos, conocer otras lenguas es ampliar nuestra posibilidad de comunicación, mezclar desprolijamente palabras extranjeras en nuestra elocución es un verdadero esnobismo, un intento patético de pertenecer a una elite, un sinsentido que es exactamente un nonsense y que más tarde o más temprano nos convertirá en losers, que es lo mismo que perdedores. Sólo seremos ganadores si no nos autodenominamos winners. No corramos el riego de convertirnos en los constructores de aquella fatídica Torre de Babel.

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